jueves, 19 de noviembre de 2015

SUPERMAN:LAS CUATRO ESTACIONES. EL AZAR AMERICANO


Según "el teorema del mono infinito", si hacemos que un primate pulse teclas al buen tun tun en una máquina de escribir durante un periodo de tiempo infinito, casi seguramente podrá escribir cualquier libro que se halle en la Biblioteca Nacional de Francia, o en el caso que nos ocupa, en la de la Edwards, la Universidad de Austin (Tejas) de la que Jeph Loeb es Doctor Honorario. 

Me imagino a Jeph Loeb a principios de los noventa, cuando editaba título exitoso de Rob Liefeld tras título exitoso de Rob Liefeld para Awesome y seguramente se creía uno de los Amos del Universo, la acepción con la que se auto-denominaba el ejecutivo protagonista de “La Hoguera de las Vanidades” de Tom Wolfe. Aunque el producto de su trabajo fuese auténtica bazofia, su cuenta bancaria amenazaría con explotar de tan rellena del sueño americano como estaba, que siempre ha sido de color verde.

En las escasas ocasiones en las que no se veía aparecer a Loeb por el medio del cómic, sabíamos que estaba arruinando algún otro arte visual, produciendo series de infausto recuerdo (Héroes) o películas sin ningún valor artístico (¿”Comando”? Venga ya, ¿quién recuerda aún ese telefilme como una buena película?) De repente, sin avisar, se presentaba en la colección que tanto esfuerzo nos estaba costando completar (bueno, tampoco tanto, unas pesetas, más tarde euros, todos los meses) y nos la fastidiaba con alguna de esas sagas en las que no hacían más que aparecer personajes invitados como si estuviesen en una pasarela de moda, sin relación alguna con la trama y sin hacer que avanzase la historia, porque sí, porque había que asegurar el “molononismo” que es sello personal del autor. Si alguna vez ha habido alguien que encarne el concepto de comida rápida en los cómics, ese es Loeb. Compras tu hamburguesa, te comes tu hamburguesa, te llenas con ella no sin sentir cierto malestar y al cabo de un par de horas vuelves a tener hambre. Sin saber muy bien por qué (vicio, gula, adicción) vuelves a tu garito favorito a comprarte otra hamburguesa. Así era Cable, X-Man y el resto de “fast food” producido por Jeph Loeb en la Marvel de los noventa o en esa serie de los dos miles llena de aditivos (Ed McGuiness) y sin nada de alimento que atiende por el Hulk rojo. 

Reconozcamos que Loeb no era el único que pecaba de no apreciar los tebeos como arte, en lugar de como producto, porque el medio siempre ha estado minado por supuestos guionistas como Ben Raab o Fabian Nicieza, aunque este último supiese dignificar un poco algunos de sus tebeos con conceptos –algo- más elaborados, aunque el desarrollo de sus guiones fuese tooodo un aburrimiento. 

La verdadera habilidad de Loeb es la de ser capaz de engañar o hacerse colega de algún autor “hot”, consiguiendo que sus dislates estén mejor dibujados que los del resto. Pero la mayoría de las veces se supera a sí mismo, como también le ocurre a Scott Lobdell, y las historias que le salen son auténticos agujeros negros. Te lees uno de los números de la miniserie protagonizada por Lobezno y Gambito y por muy bien dibujado por Tim Sale que esté, en cuanto cierras el tebeo y lo metes en su bolsa anti-ácido correspondiente, ya no te acuerdas de absolutamente nada. Como le ocurría al pez de la película de Pixar, todo es nuevo y diferente cada vez, con el consiguiente ahorro de dinero, si es que pudiésemos refrenar el impulso de comprar el agujero negro, digo el número, del mes siguiente.

Y sin embargo y a pesar de todo esto, hay dos tebeos de Jeph Loeb que no me importa atesorar y que me he releído más de una vez y más de dos. No, no son los famosos “El largo Halloween” o “Silencio” junto a Tim Sale. Al igual que los tomos de “colores” realizados por el dúo para Marvel, como mínimo el dibujo hace que sean lo suficientemente atractivos como para que su compra no me duela. Pero además sospecho que el dibujante es muy capaz de tapar los vicios habituales, los manidos recovecos de los guiones de su compañero. Ese repetir en los cuadros de texto las mismas situaciones que están ocurriendo en la viñeta, esas apariciones sin sentido de otros héroes y muchos villanos sin saber muy bien por qué. Esos diálogos intercambiables entre el héroe de una colección y otra. La indefinición como sistema. El avatar protagonista de la colección como carcasa que vale para cualquier aventura y que cuando solventa el problema está listo para la siguiente saga, porque nada ha cambiado en su fuero interno, no ha habido ni evolución en su personalidad, ni avance en el culebrón que conforma su vida, ni siquiera han evolucionado los secundarios de la serie, bellamente congelados en el tiempo, con el mismo aspecto mantenido para siempre.

Los dos tebeos donde Jeph Loeb rompe con estas dinámicas son “Investigadores de lo desconocido deben morir” (aunque me figuro que el motivo de su acierto fuese porque supuso un esfuerzo de juventud) y “Superman: las Cuatro Estaciones”, supongo que porque este tebeo es un ensayo sobre Superman y sus circunstancias, y la forma de actuar habitual de Jeph Loeb le vino al pelo, en un producto en el que hay que dejar al personaje igual que como cuando lo cogiste, impecable. No sé por qué la misma premisa no funcionó en otros intentos parecidos, como en Hulk Gris o en Spiderman Azul, pero aquí lo borda. Intentemos desentrañar el motivo. 

Cuando abres este tebeo del kriptoniano, lo primero que te asombra es el color y el dibujo. En sus comienzos, Tim Sale diseñaba sus trazos de una forma más angular que la que aparece en las viñetas de este cómic, donde redondea la figura y sintetiza el mundo por el que se desenvuelven los protagonistas inspirándose en dos hitos de la cultura estadounidense: uno es el pintor Norman Rockwell, el retratista de Norteamérica y sus norteamericanos por antonomasia (Sale lo homenajea directamente en algunas viñetas que quitan el aliento), y el otro hito son los dibujos animados de Superman de la Fleischer emitidos por la TV americana en los cuarenta, una delicia que fue vista por miles de espectadores y que aún sigue siendo canónica dentro del mundo de la animación. En apenas unos años Hanna-Barbera y otras casas que iban a rebufo, empobrecerían los dibujos animados con trucos como insertar menos fotogramas por segundo y otras execreables decisiones que tenían como fin ahorrar costes.

Tim Sale se fija en cómo se percibía a Superman en esta serie televisiva y lo aplica con sabiduría en las composiciones de página, convirtiendo a Superman en uno de los retratos más evocadores de una de las épocas irrepetibles americanas, el “New Deal”, aquel espacio de tiempo donde el Estado comandado por Roosevelt era más proteccionista, la economía iba viento en popa a toda vela y los ciudadanos podían gastar alegremente sus dineros con su perfecta familia en el centro comercial de ensueño hacia el que se desplazaban desde el adosado donde vivían con su coche fabricado en Detroit. Ese aroma americano de postal se desprende de cada una de las páginas de las Cuatro Estaciones, pero además queda refrendado por el color de Bjarne Hansen (que también participó en la serie de Vertigo La Casa de los Secretos, merecedora de recuperación), que da volumen, tridimensionalidad a cada viñeta.

Por su parte, el guión de Las Cuatro Estaciones se ocupa de investigar los códigos que hacen que Superman siga siendo el mito heróico más puro casi cien años después del primer número de Action Comics. Vale, no es que Loeb invente la rueda, pero su prosa desvaída, más morosa y menos dependiente del dibujo que nunca tiene mucha gracia. Es capaz de retratar convenientemente al hombre de campo, Clark Kent, su llegada a la ciudad, su paso por la redacción del Daily Planet, a la chica, al ayudante, al enemigo Lex Luthor (quizá algo más imbécil de lo normal), todos los elementos que queremos ver en un análisis de Superman bien hecho se van desplegando uno tras otro cuando tienen que hacerlo, sin rellenos, y la historia tiene el ritmo adecuado como para que nunca haga que nos detengamos a mitad del argumento y nos preguntemos por qué estamos leyendo esto. Como suele ocurrir con las mejores ficciones, o con los mejores juegos, nos parece que leer "Las Cuatro Estaciones" nos recompensa por el esfuerzo –y el dinero- invertidos. No hemos salido indemnes tras su consumo, sino que el producto se ha quedado prendido positivamente en nuestra memoria, listo para ser debatido, recomendado, releído.

Pero esto no responde, o no lo hace del todo, a la pregunta de por qué aquí Jeph Loeb sí lo ha hecho estupendamente y por qué en otras situaciones similares fracasa como un Kevin Costner cualquiera cuando le dio alegremente por filmar "Mensajero del Futuro" (pobre David Brin). Y por más que me he devanado los sesos hay algún elemento que se me escapa. ¿No será que Jeph Loeb tiene escondidos en algún lugar algunos miles de monos tecleando sin freno y casi sin comer, produciendo por casualidad obra fallida tras obra fallida hasta que en un par de ocasiones dieron en el clavo? Esperemos que la respuesta a dicha cuestión sea negativa porque nos esperan años de historias sin sentido, ya que las buenas ya fueron entregadas y editadas en su ya lejano momento.

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Las Cuatro Estaciones ha sido reeditado por ECC en su colección "Grandes Autores de Superman".

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