viernes, 14 de octubre de 2016

Y EN LOS ALBORES DE LA TEMPESTAD, VUELVO A VOSOTROS...



"Sigues corriendo. Sentir cansancio no es una opción ahora mismo. Te has parado demasiado tiempo a tratar de distinguir el número de figuras que se aproximan detrás de la cortina de agua que no para de calarte. En esa pequeña loma, encima de esas resbaladizas piedras, era la única forma que tenías de diferenciar las sombras que arrojan helechos y matorrales zarandeándose en guerra contra la lluvia de aquellos que te siguen. Al fin y al cabo no eres un rastreador. Ahora entiendes que has estado demasiado expuesto y que es también demasiado tarde para pararte a respirar. Debajo del jubón completamente húmedo sientes las heridas que el brazal derecho de la armadura abollado te está haciendo a cada paso, a cada giro. Una cota de malla hubiera sido más práctico pero, ¿quién tiene tanto dinero como para hacerse con una medianamente buena? Y además, Vilador te enseñó a parar y cargar con estas placas, el peso de una malla te desequilibraría demasiado.


Saltas dentro de un hueco en la maleza. Un charco enorme. Podría haber sido tan profundo como las bocas del Entaguas. Sin embargo el agua no pasa de tus rodillas. Extiendes los brazos, no te desequilibras ni un ápice. Movimiento perfecto. Incluso tienes un segundo para escuchar un gruñido en la lejanía, detrás de ti, detrás de los árboles. Saltas y sigues corriendo. Las ramas de los acebos te arañan feroces el yelmo mientras esquivas hileras interminables de abedules. Parecen surgir de la negrura del fondo sin concierto alguno, doblados, como nunca los has visto crecer. Un aullido lejano, espectral, te hace girar rápidamente la cabeza. ¡No mires!, te dices enfadado, ¡sigue corriendo! Como un acto reflejo tocas el mango de la daga en tu cinturón sin dejar de correr. Un poco más, piensas, un poco más hacia el este y aparecerá el camino. ¡Maldito tiempo! No se recuerda un abril tan lluvioso en los Campos Gladios desde que el gran Bosque Verde dejó de ser verde. Y sin embargo desde La Carroca hasta Maethelburgo ni una sola nube. El viejo norteño de la taberna ya nos avisó, “Yo no me internaría tan dentro de los bosques que descansan al pie de las montañas nubladas, no sin antes saber si va a llover. La niebla y el agua os dejarán ciegos y todo el mundo sabe que es una locura perder la orilla del Andúin pues los cambiapieles ya no protegen esas tierras”. ¡Maldito viejo, tenía razón! Fue la niebla lo que mató a Migard y al corpulento Talandor. Y a mi viejo amigo Rilan. No los vimos llegar. “Avisa al resto, no te preocupes por mí, yo ya estoy muerto” me apremió Rilan entre toses. La flecha le había perforado el esternón. “Somos soldados gondorianos, nosotros no dejamos atrás a nadie”. Una risa empapada en sangre surgió de la boca de Rilan “Tú no eres aún un soldado muchacho, no nos debes nada,…, ¡he dicho que corras!”. Las palabras resuenan como un mantra en tu cabeza, corre, corre, ¡corre!... mientras desciendes una pequeña cuesta.   




Las piernas te están matando, parecen tener el cansancio acumulado de cien años. Allí abajo hay un claro. Lo distingues a duras penas. Un ligero consuelo parece apropiarse de ti. La emoción repentina te hace resbalar y el agua se desliza cuesta abajo contigo. Esquivas un tronco. Giras tu cuerpo al lado derecho para esquivar uno del otro lado y chillas de dolor. El brazal se hunde en tus heridas. Notas el calor de la sangre derramarse sobre tu brazo a la vez que caes en un lodazal de hojas y ramas. Has caído boca abajo y el agua no te deja respirar. No aciertas a girarte con tu brazo izquierdo, pesas demasiado y estás muy cansado. En un ataque de rabia te quitas el brazal derecho rompiendo el cuero que lo sujeta y sientes un alivio descomunal. Apoyándote en el suelo con ambas manos, te giras. Ves las copas de los árboles entre las gotas de agua que se clavan en tu cara como dagas venidas del cielo. Más allá ves huecos brillantes de claridad. Ya no hay nubes piensas, como si eso te fuera a salvar la vida. 


Te incorporas e irremediablemente caes de rodillas en el lodazal, jadeando, intentando mantener los pulmones dentro de tu cuerpo. Un silbido cubre el espacio entre tu oído izquierdo y el derecho. Una saeta se clava con violencia en un árbol cercano. “Ya están aquí” te dices resignado …,“mierda”.  Un lobo, o algo parecido a un lobo pero bastante más grande,  salta ágilmente dentro del agua y te mira enseñándote unos dientes enormes, asquerosamente amarillos. Te sientes paralizado. Le miras fijamente mientras calculas cada gesto de su cara, cada movimiento de sus patas. No se mueve. Tú tampoco. Estás hipnotizado. Te incorporas. Durante esa eternidad han surgido de entre los árboles cuatro figuras achaparradas, armadas con cimitarras y escudos. Orcos quizás, no sabes bien porque tus ojos no paran de mirar las fauces del lobo. Otra figura de tamaño humano, tremendamente robusta, aparece y se queda parada en la orilla de la charca. No hay vuelta atrás, piensas. Echas mano a la espalda y poco a poco, como sin querer perturbar la paz de la escena, desenvainas tu espada. Sonido de metal contra metal. “Fiel amiga, ahora somos tu y yo”. Ves como la sangre de tu brazo cae sobre la hoja, resbala y se diluye luchando por teñir el agua que la cubre. Agarras con las dos manos el pomo muy lentamente y te pones en posición, piernas ligeramente arqueadas, hombros hacia delante, abdomen duro como una roca. Los latidos de tu corazón han anidado en tu cabeza y en el silencio solo oyes sus golpes contra tu cráneo. A lo lejos, la lluvia en las hojas, en la charca. Respiras. Cierras los ojos y recuerdas “corre, corre, ¡corre!,…”. Abres los ojos y recuerdas “Tu no eres aún un soldado muchacho…”

Basta de recordar… , ¿qué haces?"
 


¿Quién no siente escalofríos con esa pregunta? Es como si te quitan de pronto esa protección que no sabías que formaba parte de ti y que a la vez te hacía ser la persona más segura del mundo. ¿Qué haces? Te sientes frágil, un niño agarrado a un flotador en un océano basto y sobrecogedor donde sabes que todo lo que existe es lo que imagines bajo tus pequeños pies. Te sientes desnudo y a la vez tan excitado en responder. Quieres ver el fondo, mirar bajo las corrientes, formar parte de la ballena que surca las aguas justo debajo de ti, la que te toca tímidamente con su aleta y te pregunta ¿qué haces? 

Es en ese momento exacto donde el tiempo se detiene y te mira expectante, con la sabiduría y la paciencia de muchos mundos creados. “Tómate tu tiempo pero date prisa”. Si tu corazón se para, es normal, no sientas miedo. Sólo es una forma de darte a entender que la decisión es difícil porque condicionará tu vida para siempre. “Tómate tu tiempo”. No contestar significa volver a crecer y ocupar tu espacio en el Gris. “Date prisa”. ¿Qué haces? Mueve tus pequeños pies, tu corazón está a punto de latir, tienes que elegir dónde, la ballena no volverá a pasar. ¿Qué haces?


Muchos de nosotros ya contestamos a esa pregunta hace años y puedo decir que buceamos tan profundo que vimos como el mar perdía su color azul por el negro del abismo. Allí abajo avistamos altas montañas engendradas en la misma locura en la que reposaban tentáculos enormes de algún dios ancestral. Sentimos como las fosas abisales partían la tierra en dos con la violencia de un Balrog en las estancias de Khazad Dum y, más allá del fuego, en las profundidades, incontables grutas vomitaban arañas incubadas por algún poderoso Drow. Nosotros ya contestamos y, después de muchos años, volvemos a estar subidos a ese flotador, a merced de ese mar gigante. Ya no tenemos miedo ¿Qué haces? Nos pregunta el tiempo… Jugar, contestamos nosotros.

El rol no ha muerto, siempre ha estado ahí.


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Gustavo Rojas.

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